Cuento Policial
La noche se había cerrado como una trampa sobre la vieja casona Videla. La niebla se enredaba entre las ramas desnudas de los árboles y golpeaba los ventanales como si supiera algo. El inspector Luján llegó sin sirena, como un intruso. En el aire flotaba algo denso, inexplicable. Algo que no era solo el silencio.Al atravesar el portón oxidado, un perro negro se le cruzó con un gruñido sordo, los ojos como brasas encendidas. Lo observó unos segundos antes de desaparecer entre los setos, como un espectro.
—Siempre hay un perro en los cuentos malditos —murmuró Luján, sin saber si hablaba en serio.Dentro, un reloj de pie marcaba las tres con un tañido seco. Su péndulo crujía como un susurro metálico. Nadie le había dado cuerda en años, pero seguía funcionando.
En el salón principal, el cadáver de Ernesto Videla yacía torcido, como una marioneta cortada. Tenía incrustado un cuchillo herrumbrado que parecía salido de un sueño oxidado. No había señales de lucha. Solo el silencio. Solo la sangre. Solo el eco de un grito que ya no estaba.Un gran espejo roto frente al cuerpo reflejaba fragmentos de la escena, pero cada pedazo mostraba algo levemente distinto. En uno, el cadáver parecía sonreír. En otro, había sombras que no existían en la habitación.
—¡Cuidado! —gritó de pronto el mayordomo, entrando con una vela temblorosa—. No se acerque al espejo... desde que se rompió, muestra cosas que no deben verse…
El mayordomo, alto, enjuto, con el rostro de los que han servido demasiado tiempo, dijo que el señor Ernesto había discutido con su hermano Julián, que Clara, la hija, andaba ida de la cabeza, y que el pequeño Aníbal —“el enano”, lo llamó con incomodidad— vivía encerrado en el altillo desde hacía años.Luján subió.La escalera crujía con cada paso, como si dudara de su presencia. El altillo era una cueva de polvo, juguetes de madera y relojes detenidos. Allí, Aníbal tallaba en silencio.
—¿Sabe lo que ocurrió abajo? —preguntó Luján.
El hombrecillo alzó la vista. Sus ojos eran enormes, profundos, y hablaban en otro idioma.
—Lo vi —susurró—. En el espejo. Ayer, antes de que pasara.
—¿Qué vio?
—Sangre. Un cuchillo. A padre muriendo. Pero el asesino... el espejo lo ocultó. O lo cambió. Lo hace. Juega con el tiempo. Juega con todos nosotros.
El inspector descendió con una incomodidad en la espalda, como si alguien —o algo— lo observara desde el espejo.Volvió a la sala. Miró el marco astillado. Había algo extraño. No encajaba con el resto del mobiliario decadente. Lo desmontó. Detrás, oculta con cuidado, una pequeña cámara apenas visible. Y junto a ella, un disco de memoria.Lo que vio en las imágenes lo dejó inmóvil.El mayordomo. No con furia, ni desesperación. Con método. Con pausa. Entrando, clavando el cuchillo, y limpiándose las manos con un pañuelo blanco que guardó en el bolsillo con una lentitud casi ceremonial. Como si cumpliera un rito.Cuando lo enfrentó, el viejo sirviente no negó nada. Solo murmuró:
—El espejo me mostró lo que tenía que hacer. Me lo mostró tantas veces… que al final… solo obedecí.
Al llevarlo esposado, el perro negro volvió a aparecer. Lo miró fijo. El mayordomo se estremeció.
—Me siguió desde la noche en que lo maté… no es un perro. Nunca lo fue.
Luján se quedó solo en la sala. El reloj de pie dio una última campanada. Luego se detuvo.El espejo roto, en su esquina más oscura, parecía mostrarlo a él… pero más viejo. Con los ojos gastados. Y algo en la mano que no recordaba haber sostenido nunca.Un cuchillo.Oxidado.
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